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COLLABORATIO: Lecciones de vida a través de la muerte

Hace poco, falleció mi madre. Con 53 años recién cumplidos, sucumbió a lo que empezó siendo cáncer de mama y acabó, tras sucesivas intervenciones, siendo problemas respiratorios y debilidad extrema. Deja tras de sí un marido de 54, y dos hijos de 29 y 17 respectivamente, amén de dos madres, multitud de hermanos e infinidad de amigos.

Una vez repasados estos datos, cualquiera pensaría en la tragedia que su familia y allegados estaríamos viviendo. Pero no. Debo decir que, al menos yo, siento un gran agradecimiento por lo que ha sucedido; lejos de sentir rabia, ira, desamparo, abandono, incomprensión y un largo etcétera de sentimientos que se asocian no sólo a la muerte sino también a la pérdida de un ser querido (o tal vez deberíamos hablar de un ser al que nos hemos apegado), lo que siento es un gran amor y una gran paz, no sólo que me llega del exterior a través de todas las muestras de afecto que me dan quiénes me rodean, no sólo que esos sentimientos me fueron transmitidos por mi madre en sus dieciséis horas de agonía, sino que brotan de mi como si de una fuente se tratase. A través de su muerte, he aprendido a ver con amor cada cosa, cada persona, cada situación.

No se trata de haber alcanzado ningún Nirvana inalcanzable, simplemente, he dado un paso más en el camino de la vida, he experimentado que no soy el dueño de nada ni de nadie, he aceptado que pase lo que tenga que pasar, en lugar de forzar que ocurra lo que yo quiero, me he entregado a la vida al completo sin saber qué iba a obtener. He sentido la divinidad infinita de una persona por encima de su cuerpo finito.

Nos pasamos la vida cabreados, maldiciendo, desconfiando del otro, pretendiendo hacer el mundo que nos rodea a nuestra medida y eso es una fuente de desesperación, frustración y miedo porque no podemos hacer nada para que el entorno llene nuestras faltas, nuestras ansias.
El pecado original, el que sacó al ser humano del paraíso no consiste en comerse una manzana, sino en que cada uno de nosotros nos pretendemos dioses. En el génesis, cuento no historia, de cómo se creó el mundo lo más importante es que cada cosa creada, Dios vio que era buena. Dios son sólo cuatro letras, podemos llamarlo el universo, la energía, el bosón de Higs, etc…

El caso es que todo lo creado es bueno. Y sin embargo, desde las primeras generaciones nos empeñamos en no aceptar lo que el otro hace, en tratar de poner normas para que haga o deje de hacer lo que nosotros queremos, nos cabreamos porque llueve, porque hace demasiado calor, porque no hay dinero, porque mi novio o novia se va con otros, porque… ¿Acaso eso es el paraíso? Todos responderemos que no, y sin embargo no encontramos la manera de vivir en él, de no hacer todas las cosas que nos dañan. Porque desde que nacemos nos enseñan ese modo de vida. Nuestros padres con toda su buena intención, lejos de darnos amor y cariño nos dan normas, prohibiciones, obligaciones. 

Hacen que nos vayamos olvidando de nosotros mismos y que tratemos de entrar en unos parámetros que la sociedad considera correctos. Crecemos alejándonos de lo que amamos, de nuestros padres, del juego, de la imaginación, la creatividad, la solidaridad y nos vamos adentrando en la competitividad, el formalismo, el valer por las notas que saquemos, los goles que metamos o lo bien que bailemos.

Seguimos un camino: estudia para que puedas tener un buen trabajo, trabaja para que puedas mantener un hogar, hazte respetar, demuestra lo que vales… Vamos logrando metas que son explosiones de alegría, y sin embargo siempre hay una gran insatisfacción dentro de nosotros y un profundo miedo a perder lo que tenemos y a quien tenemos (o mejor dicho a quien creemos tener) Y cuando nos llega el momento de ser padres, adoctrinamos a nuestros hijos para que no sigan nuestros pasos, para que sean felices, para que tengan lo que nosotros no pudimos tener… Sin darnos cuenta que lo que hacemos es meterlos más hondo en el hoyo en el que estamos metidos.

 Cualquier ciencia, cualquier religión nos dirá que estamos hechos del mismo material del que surgió todo. Cada átomo de nuestro cuerpo ya sabe cuál es su misión. La energía que creó el mundo está dentro de nosotros, o lo que en cristiano se diría que Dios habita en nosotros. Una parábola muy bonita que dijo Jesús nos dice que si Dios cuida de las flores del campo y de los pajarillos que cantan, qué no hará por nosotros que somos sus hijos y fuimos creados a imagen y semejanza suya.


Yo os propongo, porque a mí me ha ido bien, escuchad vuestro interior, elegid el camino de la libertad y liberaos de aquello que os ate y liberad a quien tengáis atado, elegid el camino del amor, buscad a quien os ame y amad a quien encontréis. Entregaos en cuerpo y alma a aquello que hagáis en cada momento y buscad siempre de cada cosa que os suceda cómo podéis crecer hasta convertiros de nuevo en Dios.


Alvaro Gaitán Prados